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D. Herminio Ramos Pérez

 

 

 

Amanece.


 

Por la calle de la Rúa un hombre vestido a la usanza de los artesanos de la tierra: calzón corto de trampilla de paño buriel, media de lana y albarca, blusón de lino y montera de piel de conejo, avanza camino de la torre donde la Queda va dejar sonar sus notas y se abrirán las puertas de la ciudad. Comienza el día. Poco después las campanas de la iglesia de San Salvador llaman a la misa de Alba y en las calles comienzan a aparecer las primeras caballerías y algún clérigo que marcha hacia su iglesia para comenzar su labor.

 

Poco a poco las calles se van llenando de gentes que marchan camino de las Puertas o de los Portillos para iniciar su camino o sus tareas en las huertas del arrabal de San Frontis o en los herrenales de Olivares. Mujeres que comienzan a poner delante de sus puertas sus mercaderías y el canto de los gallos y el chirriar de portones y puertas anuncia la actividad que se va a desatar. El martilleo sobre el yunque de las herrerías, ese ritmo casi musical que nos lleva a repasar una a una las rejas que la forja, música de mazos y ritmos de sierras de maestros carpinteros que van armonizando y encajando puertas y postigos de casas que van creciendo muy lentas , como es el ritmo de los tiempos.
 

De cuando en cuando algún caballero seguido de su escudero avanza camino de la puerta de San Cebrián y antes de salir, escudero y señor rezan su oración y una moneda cae en la limosnera como ofrenda obligada a los buenos deseos sobre el viaje siempre incierto y arriesgado por caminos y veredas no muy frecuentadas.

 

La vida en la ciudad en este día ha comenzado, la actividad crece con la mañana, los clérigos se mueven camino de sus obligaciones; las mujeres llevan y traen sus mercaderías, venden y ofrecen sin parar en las plazas de siempre y el bullicio aumenta; las recuas y animales de carga se cruzan sin parar llevando o trayendo al mercado todo lo que la huerta y el campo ofrece a la ciudad y las obras de iglesias y monasterios acaparan la actividad; carretas cargadas de piedras que se van dejando en las numerosas obras que se levantan en la ciudad, mientras alrededor cuadrillas de canteros trabajan a un ritmo delirante, cada una de ellas bajo la dirección del maestro que marca con teja líneas, sobre los sillares ya definidos., señala puntos y remata detalles, mientras dejan su huella con su signo lapidario como ejemplo y testimonio.
 

Nos vamos a la ribera del Duero, salimos por la puerta prima y nos acercamos a la misma orilla en el valle donde el maestro de ribera está dirigiendo la construcción de la aceña y unos canteros labran al mismo tiempo los sillares de la iglesia de san Claudio. Tres cuadrillas, perfectamente ordenadas: la que labra los sillares, la que está bajo la dirección de un clérigo labrando los capiteles del arco toral y de las arquerías interiores del ábside, y la cuadrilla que bajo la dirección de otro clérigo trabajan en las arquivoltas de la puerta Norte. El ritmo es lento, pero es imparable, constante; se mira y se mide cada golpe en la piedra, se repasa con mimo y de cuando en cuando el maestro de obras se aleja a comprobar y repasar las piedras de Santiago, en el mismo herrenal de Olivares mientras al lado los maestros alfareros trabajan y preparan el fango de la orilla del río y lo mezclan con las arcillas traídas de las laderas cercanas.
 

A la hora del ángelus las campanas de alguna de las iglesias de dentro de la ciudad lanzan su mensaje de recuerdo y devoción y como por arte de magia toda actividad cesa como si el cese de la actividad se convirtiese en una oración que se ofrecía, para instantes después seguir laborando.

 

La tarde cae y el ritmo parece que se hace más lento, es el cansancio que marca la velocidad y, cuando la luz se escapa perseguida de cerca por las sombras, el ritmo cesa y las gentes se van diluyendo por calles y plazas, por caminos y puertas mientras en alguna torre unas campanadas tocan a la oración, anunciando que poco después la Queda dará su toque de guardia y el alguacil cerrará los portones, solo los portillos dejarán paso libre a los retrasados, a los que aprovechan hasta el último instante su trabajo con el ganado en la huerta o en el campo y la ciudad silenciosa y oscura se preparara cerrando postigos y puertas para descansar. Solo panaderos y curtidores comienzan a preparar su material para muy de mañana tener todo a punto para volver a empezar.

 

Un día cualquiera, en cualquiera de los siglos de la Edad Media, en una ciudad cualquiera entre artesanos, clérigos y vividores de todas clase… sin olvidar algún pícaro.

 

 

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 clase… sin olvidar algún pícaro.