Viaje a Poniente: la peregrinación a Santiago.

Muchas son las sendas que se entrelazan y confluyen en el Camino de Santiago y sintomático de todo un tiempo el hecho de que, tras un extenso período crítico, en el que estuvo en trance de desaparición, la ruta a Compostela se haya recuperado durante el pasado fin de siècle para remontar vuelo y, tras su conversión en Primer Itinerario Cultural Europeo (1987), transformarse en motor de explotación turística y económica, cauce privilegiado de actividad cultural al abrigo de su rotundo perfil monumental y, en definitiva, amalgama de identidades e intereses, exacerbados en la celebración episódica de los años jubilares compostelanos. Nos encontramos, pues, y plenamente, en una de las “épocas mayores” de la peregrinación jacobea y ello exige preguntarse por qué, así como, en nuestro caso, de qué manera influye tal hecho en un territorio tan extensa e intensamente marcado por esta Ruta, como es la Comunidad Autónoma de Castilla y León.

Veremos por tanto, a continuación, cuáles son los resortes antropológicos y culturales que explican la vigencia milenaria de dicho fenómeno, así como su materialización episódica concreta, para detenernos, en otros capítulos, en el caso de la región y provincia que engloba su trazado más amplio y en la que actúa como espacio vertebrador en lo histórico, lo literario y lo monumental.

Sentido antropológico de la peregrinación.

Es evidente que «no existe el hecho religioso “puro” fuera de la historia, fuera del tiempo» (Eliade); sin embargo, sí podemos concebir una abstracción de las manifestaciones religiosas que nos ayude a entender tanto su valor para el hombre que las practicaba como para nosotros, herederos de la cultura que las formalizó. Así es que intentaremos aproximarnos al significado primero, al trasfondo antropológico que fundamenta lo que, una vez popularizado y probada su eficacia, las instituciones religiosas (y políticas) se encargan de asumir y encasillar en los rígidos patrones del dogma y del ritual.

Que la peregrinación en sentido amplio sea un hecho universal y definidor de todo culto es algo que, por conocido, se difumina con frecuencia desde cierto cristiano-centrismo. No está de más recordar que ya en la propia prehistoria se ha defendido la existencia de santuarios rocosos (Leroi-Gourhan) a donde se acudiría en busca de ritos propiciatorios (mágico-simpáticos para Frazer o Breuil), o simplemente en un contacto con la perennidad expresado, por ejemplo, a través de la huella de la mano en las paredes de las grutas (Gargas, El Castillo), gesto primordial que transmite la fuerza inmortal de la roca a quien lo ejecuta.Cavernas y abrigos, a veces de difícil acceso, que llevan al hombre prehistórico de nuevo al seno materno, al útero primigenio, de donde se sale renovado, regenerado del gastarse cotidiano, o donde se evocan, en la penumbra, las luces cosmogónicas del bien y del mal, ocurridas in illo tempore y reactualizadas en cada ritual simbólico y mítico.

El desplazamiento religioso a centros lejanos se constata en la protohistoria, a veces materializado en lugares tan espectaculares como los cromlech o henges (Stonehenge en Inglaterra, uno de los lugares sagrados más longevos de la Humanidad), los alineamientos (Carnac) o los sencillos menhires, todos ellos fruto del esfuerzo y creencias, mantenidas durante siglos, de un grupo social.

La genealogía del rito del desplazamiento hacia lugares donde se ha producido la teo-hierofanía, ya sea por promesa u obligación o por simple esperanza de adquirir la sabiduría de las grandes pruebas, conduce también a Grecia, ¿qué son los «juegos» sino una congregación ritual en un lugar sacro? (Olimpia, Delfos, Corinto, Epidauro... ), o al Lacio (Paestum, Calvi, Palestrina...), pero también entre los iberos (cerros con exvotos), los propios hebreos (templo de Jerusalén), los pueblos precolombinos, y tantos como culturas citásemos.

Para todos ellos, y en particular para las peregrinaciones actuales extraeuropeas, la serie de preparativos y ritos a seguir durante la aproximación a la topografía sagrada (un río -Ganges-, una montaña -Tíbet-, etc.) requieren una rigurosa observancia, aunque interese más su sentido último de contacto directo o vía despejada hacia el absoluto. Quizá uno de los casos más sintomáticos sea el del Islam, que incluye entre sus preceptos básicos (y los del Islam lo son en su mayoría) la peregrinación, al menos una vez en la vida, a La Meca (y a Medina, casa del profeta). Lugar venerado por las tribus bereberes antes del nacimiento de Mahoma, la piedra negra o Ka'aba se concibe como el centro-pilar del mundo y el acercamiento a ésta supone la pureza y perfección del alma, que se expresa en gestos tanto internos (abstinencias, ascetismo, enmudecimiento, oración, etc.) como externos (abluciones, vestido talar de una sola pieza, no cortarse uñas ni pelo, ir descubierto, descalzo, etc.).

En todo caso, se trata de una práctica extensiva a todo grupo social y a todo individuo –a ella podrían asimimilarse los modernos viajes para asistir a un espectáculo de los nuevos mitos sancionados por la televisión-, definitorio, por tanto, de la actitud propia del homo religiosus, una faceta de la existencia humana que se modifica en la forma, pero que, en el fondo, sigue siendo reconocible.

Espacio sagrado y simbolismo del Centro.

Las sociedades arcaicas o tradicionales conciben su mundo como un macrocosmos donde, por un lado, está el espacio organizado y habi­tado: el cosmos, su lugar, el mundo; y, por el otro, el territorio desconocido, la región de los demonios, el caos, la oscuridad y la muerte. El hombre está seguro, protegido por los dioses, mientras no salga de su espacio (y no se trata de una salida física tan sólo) o el reino de las tinie­blas no invada su mundo creando el desorden y la destrucción.

La experiencia de lo sagrado rompe la ho­mogeneidad del espacio; el hombre religioso no concibe más mundo que el que conoce y con el que se relaciona a través de su culto.Para nos­otros, el espacio es geometría y exactitud des­criptiva y positiva, conocemos un espacio que no hemos visitado o no hemos medido con nues­tros pasos, dominamos más allá de lo cotidiano, un lugar que habitamos, pero que no «vivimos».

El hombre arcaico (preindustrial, precientífico.... como queramos llamarlo) concibe su espacio articu­lado en torno a un «Centro», lugar sagrado por excelencia, donde se manifiesta lo sagrado en su forma total, bien por hierofanías elementales o por la forma más elevada de epifanías más di­rectas de los dioses.Este «centro» no es geomé­trico; las civilizaciones orientales tienen un nú­mero ilimitado de ellos, pero sin jerarquías. To­dos ellos son el «centro del mundo», pues son «espacios sagrados» otorgados por la divinidad, y constituyen una geografía sagrada y mítica, escasamente acorde con la geografía profana u «objetiva».Aquélla es la real, ésta es la abs­tracta. Si el espacio religioso es sagrado, el centro lo es por antonomasia, y acudir allí es «tocar» lo sagrado.Por ello su acceso tiene un valor iniciático que supone el tránsito de lo profano a lo sagrado, de lo efímero a lo duradero, de lo ilusorio a lo real.Se conquista así una nueva existencia.

En las culturas que conocen las tres regio­nes cósmicas (cielo, tierra, infierno), el «Centro» es la intersección entre ellas, lugar de fácil co­municación con el Cielo que en numerosas reli­giones recuerda a la antigua relación de proxi­midad entre dioses y hombres perdida por una falta grave que supuso un duro castigo y el necesario concurso de un intermediario (sacerdote, cha­mán, etc.).

Varias tradiciones afirman esta encrucijada de lugares, auténtica «escala de Jacob» que es el «Centro»: entre los romanos, el mundus es la unión entre las regiones infernales y el mundo terrestre. El templo itálico es la unión de tres niveles, Babilonia era Bab-ilam o «puerta de los dioses»; entre los hebreos, la roca y el templo de Jerusalén se asentaba y penetraba profunda­mente en las aguas subterráneas (tehom); toda ciudad oriental se asienta en el «centro del mun­do», todo templo o palacio reconstruye una ima­gen arcaica: la Montaña cósmica, el Árbol del Mundo, el Pilar central que sostiene el orden estratificado del cosmos. Este sentido montuoso está muy extendido en relación con el simbolis­mo de la Ascensión ritual al cielo, viaje iniciático que supone la muerte y resurrección del neófito. Así, en la tradición hebrea el monte Tabor o tabbur; o sea, omphalos, ombligo del mundo.En la cristiana, el Gólgota es el centro de la Creación, lugar de la inhumación de Adán, el sitio donde Cristo murió. Israel es la única tierra no sumergida en el diluvio; la Ka'aba está frente al centro del cielo, según la estrella polar en la tradición... Este territorio, por ser cima cós­mica (no orográfica), se salvó del diluvio, del caos, pues es el lugar más elevado, auténtico vértice cosmogenésico.

La construcción de un centro supone la re­creación del mito cosmogónico sucedido en la época mítica, in illo tempore, aunque si este centro puede ser la propia casa (casa mogol, et­cétera), la dificultad para acceder a él parece contradecirse, pues si peregrinar a los Santos Lugares es difícil, cualquier visita a una iglesia es una peregrinación, y si el itinerario del Cen­tro está lleno de obstáculos, cada ciudad, templo o palacio se hallan en el Centro.Así se confirma la necesidad del hombre de vivir en el Centro que agrupa dos tradiciones: las que sitúan su acceso fácil, pues nos hallaremos en él siempre, sin esfuerzo, y las que sitúan su logro con difi­cultades de tipo penitencial.

En este segundo caso se encuentra el Centro cristiano de Santiago. A pesar de que el simbo­lismo cristiano no remite al creyente a mitos y arquetipos, sino a la intervención histórica de la divinidad, éstos han sido recogidos por la tra­dición cultural de los pueblos donde se asentó, y fueron incorporados desde los primeros tiem­pos. Compostela constituye, con Jerusalén (centro primero) y Roma (tumba de Pedro, cátedra del dogma) el trípode mediterráneo de los «Cen­tros» cristianos. Lugar cercano a las estrellas (Campus stellae es una fácil etimología “apócrifa”), a donde éstos se dirigen (la Vía Láctea, que se­ñala el camino al finis terrae). Este centro posee un sentido funerario que sacraliza su localización como tierra santa; esto es, que encierra a un personaje sagrado, y como lugar de hierofanía o manifestación sagrada. A través de las reliquias, y en particular de ésta, final y meta de las mismas, el creyente consigue «tocar» lo sagrado, participar del con­tacto con la divinidad que poseía el difunto.

El culto a los santos encontró cierta oposi­ción en los primeros siglos del cristianismo, pues recogía ritos funerarios paganos (banquetes de aniversario, etc.), pero pronto fue cristianizado (hacia el siglo II), adquiriendo una nueva dimen­sión cuando la sacralidad de los santos mártires pasó a sus propios restos: era el nacimiento de las reliquias. Estas sirvieron para fa­miliarizar al pueblo con el sentimiento paradó­jico de los misterios de la transubstanciación eucarística o de la Trinidad, los sacramentos, cons­tituyéndose en un «paralelo fácil», accesible a los laicos, que además se acompañaba de la crea­ción de centros religiosos (basílicas y martyriae sobre todo desde el siglo IV).En las reliquias había parte de Cristo, pues aquellos habían lle­vado su vida según la imitatio Christi, y ade­más toda inventio tenía consigo el anuncio de una amnistía divina.Los restos del Apóstol eran aún más cercanos físicamente a Cristo, y su his­toria proponía un exemplum de viaje como misión evangélica que el peregrino debía consi­derar cuando se aproximaba al lugar escogido cómo «Centro» del culto a los difuntos, natural­mente, el Occidente.

A diferencia de la separación terrena de los héroes clásicos, los santos prolongaban esta unión a su muerte y se convertían así en un puente, en una ruta hacia el Cielo (acompañado de un difí­cil ascetismo físico durante el camino), sacrali­zando un lugar donde la divinidad se mostraba cercana, donde se abría la posibilidad de una ascensión mística, condición indispensable para la elaboración de un Centro.

«Centro de centros», etapa final de un rosa­rio de reliquias, éste se sitúa, además, en el fi­nis terrae. Lugar peligroso donde el Espíritu del Mal habita y el caos está cercano; es la otra puerta, la del nivel inferior, que se ha cerrado gracias a la intervención histórica de Cristo, de su Apóstol. Pues en esto se diferencia el cristia­nismo del resto de las religiones, en que se re­nuncia a la reversibilidad del tiempo cíclico en favor de una irrepetibilidad de las hierofanías: Cristo vivió una sola vez, murió y resucitó en tiempo y lugar concretos, no en tiempo mítico. El tiempo se ontologiza, el instante se hace ple­no y el suceso histórico sacraliza la victoria del bien que ha tenido lugar, pero debe ser convali­dada por el comportamiento del creyente, cuya esperanza es la segunda venida de Cristo, des­tructora de la historia.

Tiempo sagrado y Simbolismo del viaje.

El tiempo tampoco es homogéneo en el mito, sino que se hace susceptible de volver mediante la fiesta. El illud tempus se inserta en el tiem­po histórico y provoca varias rupturas periódi­cas, pues es superior, ritmándolo. En esencia, se trata de regenerar el desgastado Cosmos, de ahí que suela rehacerse en primavera (en relación con la cosecha) o Año Nuevo.

En los actos de celebración se supone una re­gresión al período mítico, con la consiguiente entrada en crisis del orden y las barreras entre muertos y vivos, entre dioses y hombres. La for­ma, por el hecho de existir, se debilita, para re­cuperar su vigor debe ser reabsorbida en lo amorfo, regenerada en la unidad primordial del donde salió, volver al caos (plano cósmico), a la orgía (plano social), a las tinieblas (simientes), al agua (bautismo cristiano, Atlántida histórica, etcétera).De ahí que muchas fiestas tengan im­plícito el carácter de muerte o desaparición del mundo (ekpirosis), cuyo optimismo básico las dota de normalidad y carácter transitorio.En la fiesta el hombre es el depositario de la cos­mografía, y como tal debe imitar los actos pri­mordiales que originaron el orden.

Este sentido del ritual es más fuerte en las sociedades ahistóricas, el hombre arcaico no quiere conservar la memoria, desvaloriza el tiempo; el hombre moderno se integra en la historia, el cristiano «cae en desgracia» dentro del tiempo, abando­nando el paraíso del eterno retorno de los arque­tipos.

El peregrino, a su vez, sale del tiempo histó­rico y penetra en lo sagrado, en la eternidad, pues, además de que abandona toda forma ha­bitual de «contar» el tiempo y debe remitirse siempre a la naturaleza que le rodea y, más allá, al cometido que posee, ese tiempo se sacraliza porque permite hallar la pureza original: el per­dón de los pecados y la renovación interior, es un auténtico renacimiento espiritual.

Van Gennep, en su clásico libro, define al peregrino como alguien implicado en un rito de paso del tipo liminar, pues éste se disgrega del tiempo y lugar paganos para ejercer una devotio temporal que se expresa a base de signos (amuletos, rosarios, conchas...) con tabúes de comportamiento (ascetismo de diver­so tipo...).

Antes de emprender el camino hay que puri­ficarse: es la penitencia, un decoro del alma comparable al decoro corporal cuando se visita al señor territorial. Así, varios ritos segregan al peregrino de su comunidad (aun manteniendo lazos e incluso pudiendo aquél representar a ésta) y le preparan para una prueba en la que deberá superar su muerte ritual (separación de la comunidad) con la resurrección espiritual (pu­rificación total y regreso).Las propias dificulta­des del camino son prácticas ascéticas, «la mo­neda del peregrino son sus pasos» (Barret y Gurgand), pero muchas veces hay penitencia añadida: a pie y descalzo, de rodillas, cargando cruces y cadenas, disciplinándose, ayuno, silen­cio, petición de limosna, vigilia, hábito pecu­liar...

La ejecución material se transforma en una purificación por la vía de la ascesis y las prue­bas que supone un «lavado del alma» paralelo al que debe realizarse al llegar a Santiago en el arroyo de Lavacolla. El premio es, por tanto, interior; pe­ro también se logran las indulgencias, y más si se acude en año jubilar. El jubileo compostela­no (cuando la festividad de Santiago, 25 de julio, coincide en domingo) fue concedido a partir de 1434, pero el año jubilar es una práctica antiquísima (prime­ras civilizaciones agrarias) que en los hebreos se celebraba cada 50 años, liberando a esclavos y perdonando a deudores. Su sentido recoge el carácter regenerativo aun en el caso cristiano y el ritual que se acompaña en la catedral com­postelana se aviene con lo que sabemos de esta tradición: apertura de una puerta, de un umbral que actúa de límite entre el mundo sagrado y el profano, rito de traspasarlo que equivale a agregarse a un nuevo mundo, al igual que reen­traban a la Urbs los generales romanos victorio­sos tras pasar por el arco triunfal.

El valor simbólico de este tiempo marginal se ha usado en todas las filosofías.Para Platón, Plutarco o Marco Aurelio, la vida moral se ex­plica con la metáfora de una peregrinatio cuyo recorrido debe precisarse y establecer las nor­mas, las vías y las metas a seguir.Para Plotino, como para los Padres de la Iglesia (que tanto le de­ben a nivel teórico), la vida se orienta en un ascenso o vuelta a Dios, la perpetua peregrina­tio era un perpetuo exilio, fuera de la ciudad (de la Jerusalén celeste), o sea que el cristiano es un peregrino por definición, pues se halla en la vida terrena, en el exilio de su verdadera pa­tria: el Paraíso. Lo que afirma San Pablo: «Nos­otros somos ciudadanos del cielo», o Cayetano de Thiene (1480-1547): «No somos sino peregri­nos de viaje; nuestra patria es el cielo». Y el mismo Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».

Leyenda y tradición sobre Santiago Apóstol: La inventio.

El término «invención» se emplea generalmente para el redescubrimiento de las reliquias cristianas, cuyo lugar de localización fue olvidado o era desconocido, que retornan al culto por medio, normalmente, de una manifestación de la divinidad, una hierofanía, o sea, un «milagro». El problema de la autenticidad de los restos sacralizados no es tal, pues sean o no auténticos, su culto fue universalmente reconocido y las consecuencias del mismo son las que nos interesan. Para el cristiano, como para el creyente de otras confesiones, los gestos de la divinidad (y las reliquias constituyen uno más) nunca son puestos en duda; son ciertas desde una creencia más allá de la comprobación, desde la fe. Es así que las distintas leyendas sobre la vida de Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo, constituyen un mito más allá de la historia (un “invento moderno” pero en su acepción historicista y científica) y su formulación, con variantes, se consagra en varios textos hasta que es recogida por Santiago de la Vorágine en la Leyenda Dorada (siglo XIII).Resumiremos. A la muerte de Jesús los apóstoles se dispersan por el mundo mediterráneo en su labor misionera: Santiago predica en la Península Ibérica (de Iria Flavia a Zaragoza, donde ocurre el famoso episodio del Pilar), aunque con escaso éxito y de regreso en Palestina es el primer apóstol en sufrir la pena de ejecución (es, pues, protomártir). A partir de entonces, muerto el apóstol, se inicia su vínculo definitivo con la tierra lejana donde recibiría sepultura. Sus discípulos, que se apoderan del cuerpo clandestinamente, son conducidos por el Mediterráneo en ¡siete días y con una pequeña barca!, hasta Iria (Padrón), y solicitan de la mítica reina Lupa un lugar donde depositar al difunto. La reina les envía maliciosamente al prefecto romano, quien les encarcela. Liberados por un ángel son perseguidos, pero de nuevo el derrumbamiento oportuno de un puente permite salir, con la intercesión divina, del apuro. La reina los acoge de nuevo con buenas palabras, pero vuelve a engañarles haciéndoles creer que tiene unos mansos bueyes para trasladar el cadáver, deben enfrentarse con un dragón y con unos bueyes que no son sino toros bravos. Sin embargo, éstos se enganchan mansamente al carro del santo y le conducen hasta el palacio de la reina, lugar escogido para la tumba del apóstol. La reina, ante tales prodigios, se convierte y cede su palacio y el Monte Ilicinus, desde entonces llamado «Pico Sacro».

Varios elementos de este relato legendario contienen numerosos puntos de conexión con tradiciones míticas paganas: el viaje o peregrinatio (peregrino es en el mundo romano quien está fuera de su patria, que se encuentra per-agros); es, además, un viaje a Occidente a las tierras remotas del finis terrae, al desconocido lugar de los muertos, donde se pone el sol.Es por ello que una vez fallecido, el santo es conducido milagrosamente (en barca, en un viaje fantástico y rapidísimo, y después, en carro) al lugar de su misión y al lugar de su sepultura lógica desde un punto de vista de la geografía mítica.

Además, intervienen otras fuerzas: las diabólicas, encarnadas en la reina-loba, en el dragón (fabuloso híbrido clásico) y en los toros (culto autóctono de raíz prerromana en Iberia) y, por supuesto, la ayuda divina que vence al mal en su propio terreno (veremos cómo esto sacraliza el lugar), y cuyo estandarte de auxilio es la cruz.El fracaso de la labor evangélica del Apóstol se compensa así con su triunfo postmortem ante la reina y sus súbditos, anuncio o hierofanía que dará sentido a la inventio del cuerpo sepultado en el arca marmórica, cuando las circunstancias lo requieran.

Esto ocurrió hacia principios del siglo IX, cuando el eremita Pelagio da cuenta al obispo de Iria Flavia de unos sucesos prodigiosos que ocurrían en el monte donde habitaba. El obispo acude, descubre el sepulcro y avisa al rey Alfonso II, quien decide construir allí una basílica para el culto a Santiago, propagando la noticia por todo el occidente cristiano, hasta alcanzar al propio Carlomagno y al Papa León IV. Pronto la vieja basílica quedó pequeña, y Alfonso III consagró la nueva hacia el 899. Los peregrinos empezaban a afluir, y algunos ya dejaban testimonio de su viaje (Godescalco, obispo de Puy, lo hizo en la temprana fecha de 951).Desde entonces hasta que Urbano VIII, en 1631, sancione esta tradición legendaria, transcurren los momentos más vigorosos de la peregrinación compostelana.

La peregrinación en la historia.

Suele atribuirse a Sancho III el Mayor, de Navarra (1000-1035), la fijación y reglamentación definitiva del itinerario principal hacia Santiago, que en estas fechas suponía la entrada de una mayoría francesa, de ahí que se denominase «camino francés», como se llamó franco a todo foráneo.

Pero esto no es más que un indicio de la coyuntura política nueva y favorable a los reinos cristianos de la Península que se inscribe en un conjunto de estructura beneficiosa a otros estados europeos y que conocemos como plena Edad Media.La Europa acosada se vuelve expansiva, y en la Península la desintegración del Califato en los minúsculos Taifas, el crecimiento económico de las ciudades, el apogeo del modelo de sociedad feudal y la pujanza primero navarra y luego castellana (en detrimento del viejo reino leonés), se acompañan de un balón de oxígeno en forma de hombres (tan necesarios para repoblar), dinero y oficios (los nuevos barrios artesanos de francos que surgen a lo largo del camino) que provienen del norte de los Pirineos, atraídos por varios motivos de índole religiosa: la visita a la tumba del occidente cristiano y la cruzada contra el Islam andalusí.

La ruta francígena se constituye así durante los siglos XI-XIII, en un cordón umbilical con Europa, que trae beneficios de todo tipo, a la vez que impone su marca cultural: Cluny como agente centralizador de la reforma gregoriana en contra del vernáculo rito mozárabe, el nuevo tipo artístico de edificio religioso complementado con esculturas de nuevo “naturalistas”, y otras manifestaciones artísticas que llamamos románico, etc.En definitiva, una apertura a Europa de los reinos ibéricos entendida como «el movimiento de conciencia civil que creó la única unidad de Europa aún hoy dotada de realidad» (Otero Pedrayo), en torno al itinerario que conduce hacia Compostela.

Y esto es así porque en aquel momento, ocupada hasta 1085 la sede primada peninsular (Toledo), se entendió que Santiago podía ser la contrapartida religiosa necesaria para la lucha de la conquista y ocupación de las tierras musulmanas: nuevo centro espiritual y nuevo santo protector de la lucha (Santiago matamoros se crea entonces), la tradición cultural se convirtió en el catalizador de los nuevos tiempos de prosperidad y riqueza. El viejo palimpsesto viario latino, remozado al calor de la nueva sensibilidad, tan cara a las reliquias, llevó al Finisterre gallego, desde París (vía turonense), Vezelay (vía lemosina), Le Puy (vía podense) o Arlés (vía tolosana) y unidos desde Puente la Reina, a innumerables peregrinos ansiosos por tocar fondo en ese far west medieval que era Jakobusland, la tierra de Santiago.

El camino no es sólo uno, sino un haz arbóreo que recorre la costa; es marítimo y meridional (el viejo camino mozárabe en la Vía de la Plata), y no sólo es europeo, sino reflujo hispano que trasvasa al continente gran parte de la cultura clásica a través del odre musulmán y gran parte de la propia y de la refinada sensibilidad de los reinos del Sur, que tanto impacto causó a las cortes norteñas.

Interesados como estaban los reyes y señores de esta sístole y diástole transpirenaico, pronto protegieron a los caminantes de las rigurosas legislaciones privadas (privilegios) con salvoconductos y cartas o de las dificultades de la ruta (santos hubo que fueron «pontífices» en sentido estricto: santo Domingo de la Calzada o san Juan de Ortega) con puentes, rehabilitaciones viarias (que aprovechan vías romanas), fuentes, posadas, hospitales, iglesias y cementerios; aunque no se evitaron los «gallofos» o malandrines agazapados tras la venera, ni las atrocidades y humillaciones que sin embargo eran castigados por las frecuentes intervenciones del Santo (leyenda del gallo, entre las más conocidas).

Con el receso crítico del siglo XIV y el giro hacia el sur de los reinos cristianos en su empresa bélica, el camino quedó desgajado de la vida hispana; el siglo XVI traerá la crítica a estas «citas supersticiosas» del culto a las reliquias, por parte de los Reformistas. La decimoctava centuria marca el punto bajo de la peregrinación, denostada por cierto racionalismo beligerante de los tiempos de revolución.

En nuestros días “se recupera” una tradición al pairo de una recompuesta europeidad más economicista que cultural, pero que trae, sin embargo, un renovado interés por la ruta de las estrellas, la Vía Láctea que lleva al Oeste, a un lugar donde el contacto con lo trascendente y los lazos con lo absoluto se manifiestan con infrecuente autenticidad.

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Viaje a Poniente
De: Luis Grau Lobo
Viaje a Poniente
Sentido Antropológico
Espacio Sagrado y Simbolismo del Centro
Tiempo Sagrado y Simbolismo del viaje
Leyenda y tradición sobre Santiago Apóstol: La inventio.

La peregrinación en la historia.

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