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Prólogo

EN EL PRINCIPIO FUE LA VOZ

Es muy probable que en tiempos remotos, hace miles y miles de años, el hombre descubriera la capacidad de crear aquellas palabras con las que expresaba la percepción del mundo en qué vivía. Tal vez fuera un grito, pero sabemos que ese grito, como ocurre con el primer grito del niño que acaba de nacer y con todos los demás gritos, tenía un significado. Puede que fuera la simple imitación de un ruído: el sonido de un trueno, el de una piedra que se desprende del monte y cae en la laguna, el bramido de un animal herido, el leve murmullo de las hojas del árbol cuando llega la brisa. Y esta palabra a la que hemos llamado onomatopeya tenía también y tiene para nosotros un sentido, puesto que con ella trataba de representar un breve fragmento de la realidad. Aparecía con estos sonidos nuestra capacidad de representación, al mismo tiempo que pintaba bisontes, caballos y ciervos en las paredes de las cuevas donde vivía y en las que dejaba la huella de sus manos.

Ese hombre antiguo sabía que las palabras son un instrumento de comunicación humana, y supo que ese acto de comunicación es el resultado de un largo aprendizaje. Lo sabemos hoy y por ello queremos que nuestros alumnos se expresen con madurez, porque creemos en la eficacia de la expresión oral, aunque hemos aprendido que la riqueza expresiva, el dominio de las palabras es el resultado de un pensamiento fértil.

De todo ello se deriva la necesidad de que la expresión lingüística del maestro en todos los niveles, pero especialmente en educación infantil y primaria, sea un modelo: conocedor de la riqueza expresiva del idioma y de sus capacidades para el estímulo del pensamiento. También, de la imaginación. Pero las palabras son a la vez el instrumento a través del cual realizamos nuestros aprendizajes más valiosos. Aprender es ante todo comprender el significado de las palabras, llegar a entender el proceso que han seguido estos significados hasta su actual multiplicidad de sentidos. El oído es el canal por el que percibimos el lenguaje oral, sus tonos, las pausas, las modulaciones de la voz, sus ritmos, el silencio. Y es el oído del receptor aquello que determina la evolución del discurso. Este control por parte del receptor se realiza en el mismo instante en que se produce el acto de comunicación. El emisor observa las reacciones de aquellos a quienes van dirigidas sus palabras y son esas reacciones lo que hace que modifique el itinerario de su discurso, lo matice o lo lleve hacia ámbitos nuevos, distintos de los que había previsto. Educar el oído es a la vez contribuir en la construcción de un pensamiento complejo.

Entre las competencias que se proponen estimular los materiales que aquí se recogen, está el desarrollo de la capacidad de escuchar al otro. Esto supone que ese otro es capaz de urdir un texto oral que merece ser atendido. Y se trata de un nuevo aprendizaje. Hablamos para comunicarnos con los demás. Quien habla solo, sin interlocutor alguno, es tenido por loco. Está ido, decimos. Y a aquel que discursea únicamente para escucharse a si mismo lo tratamos de ególatra. Me recuerda a Narciso, ensimismado en el espejo de sus propias palabras.

El lenguaje oral organiza el pensamiento del niño, a la vez que estimula su capacidad de imaginar. También la imaginación se estructura y crece a través del lenguaje, al mismo tiempo que nos permite proyectar realidades nuevas, mundos posibles. ¿Cuántos miles de años tardó el hombre en descubrir los modos y los tiempos verbales? La posibilidad de hablar del presente, de lo que ocurrió en el pasado, de lo que va a suceder en el futuro. El descubrimiento del subjuntivo como forma de expresar la probabilidad y el deseo debe considerarse uno de los grandes hallazgos humanos. Hoy, el uso de los modos y tiempos verbales se empobrece, como se ha empobrecido el conocimiento de los nombres con que designamos cuanto existe a nuestro alrededor. En un pasado no lejano no había árboles, sino olmos, encinas, robles, castaños, olivos… No había pájaros, sino estorninos, jilgueros, palomas, gaviotas, calandrias, mirlos, alondras… Es probable que nuestro uso del lenguaje sea más pobre porque también es más pobre nuestra relación con el entorno.

Las viejas culturas elaboraron una serie de materiales lingüísticos en cuya base estaba el juego y que sirvieron para despertar la capacidad de soñar de los niños: nuestra imaginación fantástica. Son materiales de ficción que estuvieron siempre en el imaginario colectivo y que se filtran entre los pliegues del tiempo para reaparecer de nuevo. Puede ser una canción antigua, un romance, una canción de cuna, un canto de trabajo, una retahila de disparates y absurdos, una balada de amor, un trabalenguas. También puede ser uno de aquellos antiguos cuentos que se contaron al calor de la lumbre, junto a las llamas, bajo el pórtico de una iglesia y en la esquina de una plaza. Puede ser la leyenda que cuenta la vida de un gran héroe. Puede ser un rumor moderno, una leyenda urbana en la que se proyectan viejos temores que los humanos arrastramos desde la noche oscura. Historias que se tienen por ciertas y crónicas de terror.

Esos materiales configuran el espacio de la literatura de tradición oral y deben ser considerados un patrimonio inmaterial de gran valor. Y al ser muy frágiles, esos materiales son los peor tratados por la globalización. Por su vulnerabilidad, este bagaje inmaterial debería convertirse en objeto de conocimiento. Y, puesto que define en gran parte la identidad cultural de los pueblos, sea grande o pequeño, ese patrimonio debe tener sentido para cada nueva generación. Pero sobre todo se ha de tener en cuenta su capacidad energética, en el sentido que favorece la creatividad humana y contribuye a la construcción de nuestro imaginario.

Cuando recitamos un poema o contamos un cuento, ese texto funciona como una partitura: el intéprete tiene un amplio márgen de libertad, los cambios de voz y de ritmo, la expresión del rostro, los movimientos del cuerpo… Aún sabiendo que quien domina esos ritmos es el receptor. Pero es en la imaginación de éste donde surgen las imágenes que la musicalidad de las palabras y las frases estimula. Como si se tratara de crear una melodía con sus contrapuntos, el juego con los sonidos, sus disonancias. De proyectar en la música de las palabras el eco de su significado. Es cuando decimos que la ficción transita a través de la voz. Muchos textos escritos, fundamentalmente narrativos y poéticos, fueron escritos para ser recitados o leídos en voz alta. Esos textos entroncan con algunos elementos básicos de la tradición oral. Deberíamos recuperar la lectura en voz alta en las escuelas. Cuando se lee bien en voz alta, todo indica que el texto ha sido comprendido.

No se trata de convertirnos en espectadores pasivos de aquellos materiales que proceden de la literatura de tradición oral, sino en agentes activos, capaces de dinamizarlos. Cada vez que un niño juega con las palabras, emprende un camino que puede conducirlo hacia la poesía. De ahí la necesidad de comprender la eficacia del juego lingüístico en la estructuración de nuestras capacidades imaginativas. Es sobre la base del juego que se edifica la experiencia humana. Probablemente la palabra es uno de los primeros juguetes del niño, un juguete que nos permite proyectar la creatividad hasta el infinito.

Gabriel JANER MANILA


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