Hay quien defiende que el camino más seguro para hacer lectores es hacer escritores. Denuncian incluso que en la institución educativa existe una obsesión por la lectura, pero no por la escritura, lo que puede frenar el deseo de leer, que tantas y buenas promesas despierta en las primeras edades. Defienden que, si se despertara y se mantuviera el deseo de escribir a lo largo de toda la escolarización, los niveles de competencia lectora –y por tanto de futuros lectores– serían mucho mayores.

Argumentan que escribiendo se toma conciencia de la estructura de los textos, lo que también permite la percepción de la forma de organización de lo que se lee.

Por otra parte, también hay quien defiende que la mejor forma para mejorar la capacidad de escritura (e incluso de expresión oral) es leer con frecuencia, tanto los textos ajenos como los propios. Los primeros serán modelo a imitar, consciente o inconscientemente; los segundos necesitan de nuestra lectura constante en el proceso de escritura para ser evaluados, readaptados, reescritos y, finalmente, admitidos como propios. Es más, estos textos que escribimos están destinados, ya en su versión definitiva, a ser leídos una vez más ante los demás, siendo conscientes del resultado que queremos provocar en la audiencia.

Nuestro alumnado cada vez lee textos en formatos más diversos, a la vez que se le exige comunicarse de formas inexploradas antes de la llegada de la sociedad digital. Estos nuevos formatos, casi siempre cercanos al ámbito privado y lúdico, no suponen una ayuda específica para las necesidades orales y escritas de expresión en el ámbito académico habitual; es más, cada vez tenemos que corregir más intensamente las interferencias de las formas expresivas del tiempo de ocio en los textos del tiempo escolar.

En este juego de interrelaciones, también es destacable que trabajar la capacidad de comunicación oral desde edades tempranas favorece notablemente la capacidad organizativa del discurso escrito posterior y, a su vez, la forma en que se reconocen las formas organizativas de los textos que se leen. Sabemos que leer bien en voz alta es un claro indicio de que se ha comprendido el texto que se lee. Por tanto, debemos respaldar la importancia de leer en voz alta en todos los niveles educativos, como apoyo a la capacidad de comprender todo tipo de textos.

También sabemos que quien escucha con atención sabe que está intentando comprender el discurso oral que recibe. Sabe que escuchar no es un acto pasivo, sino una actitud activa para la recepción correcta y la interpretación coherente, y posteriormente crítica, de lo que se está escuchando. Casi siempre se cumple que quien bien lee, suele saber escuchar adecuadamente, pues es consciente de por qué escucha y qué espera obtener de su escucha. Ha aprendido claramente la diferencia entre oír y escuchar, y se activa para realizar esta última tarea.

Nos gusta presuponer la íntima relación entre todos estos procesos, pero enseñamos con la sospecha de que no es fácil transferir lo que necesitamos aprender para leer bien con lo que es preciso dominar para dominar los procesos de escritura y expresión oral.